Llueve. Cae el aguacero interminable.
Barriendo con todas las malarias del mundo.
Limpiando la tierra.
Refrescando el pasto.
Llevándose las penas.
Cuando llueve nos ponemos mágicos. Nos causa ese efecto, quizás sea por el hecho de que sabemos que el agua nos cae del cielo, como un regalo divino.
Los pueblos originarios también veían en la lluvia una bendición de los Dioses.
Como bien me lo explicaron aquellos viejecitos en el Valle Sagrado de los Incas, en Perú, que no dudan en que cuando cae la lluvia es Dios mismo quien baja hecho agua, para sumergirse en los mares, lagos, ríos.
Para meterse en la tierra, en los campos sembrados de maíz, de quinua, de papa.
Es Dios mismo que se apoya sobre nuestros rostros, sobre nuestras cabezas, sobre nosotros mismos.
El Dios es agua. El que conforma nuestro cuerpo, el que nos da la vida.
Hoy mientras veía caer la cortina de agua, sentado frente a mi computadora, me dije: "No caben dudas, hoy nos visitan todos los dioses".
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