La muerte de Luana Ludueña tiene que dolernos a todos. Tiene que dolernos por lo que debió atravesar en los días previos a la trágica decisión que puso fin a su vida. Tiene que herirnos por la incapacidad de la justicia de brindar contención a las víctimas de abuso sexual, de violencia institucional, de maltrato; tiene que dolernos por la indiferencia de nuestras sociedades; tiene que herirnos y dolernos por el descreimiento.
Luana tenía un sueño de vida, quería ser bombero y quería entrar al ETAC. Fue un sueño trunco que comenzó a resquebrajarse cuando conoció al entonces director de Defensa Civil de la Provincia de Córdoba, Diego Concha.
Durante largas semanas, cada noche y cada día, debatió qué hacer, buscó cómo salir del pozo. Y así fue hasta que el dolor la fue carcomiendo por dentro y se animó a contar lo que había padecido. Concha era su superior y le temía, ella y sus jefes, sus compañeros, todos le temían.
Pero finalmente, logró ponerle palabras a lo que vivió y denunció.
Tomó coraje y se presentó en la unidad judicial de Villa Carlos Paz. El acto de valentía le trajo alivio por algunos días, hasta que comenzó a recibir amenazas y hostigamiento y una revictimización en las redes sociales. Hubo quienes la descalificaron, la trataron de mentirosa, oportunista, buscona y otros tantos, que simplemente miraron hacia el otro lado.
Nadie hizo nada, nadie ayudó y la justicia llegó tarde. Luana decidió ponerle fin a su vida, creyó que no habría justicia y que jamás podría salir adelante.
Su caso desnudó las falencias de un sistema judicial que maneja sus propios tiempos (que casi nunca son los tiempos de las víctimas) y los entramados del poder, las complicidades dentro de las grandes estructuras, lo que no se dice y todos saben.
Ojalá su muerte no sea en vano.
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