Se vuelve una especie extraña de ciudad metrópolis que no es, se enciende en cada esquina; con peñas por doquier, con comidas de las más variadas, con guitarreadas que reciben al amanecer, con balnearios repletos y con actividades culturales por todos lados.
El ritmo es demoledor, lo que para Carlos Paz es el teatro y la farándula, para Cosquín resulta el festival.
Nadie quiere perdérselo, aparecen los "gauchos", aparecen los que quieren ser "gauchos" pero que prefieren una hamburguesa de Mc Donald`s a un choripán, los vendedores de emblemas argentinos, los artistas callejeros, los músicos de las sombras que sueñan con pisar el escenario Atahualpa Yupanqui y tantos otros.
Las calles son de fiesta, con un colorido único, con aromas a comidas típicas y con el calor del verano rodeando a una plaza Próspero Molina, donde desfila lo mejor de la música argentina.
De noche, durante el festival, son pocos los coscoínos que duermen.
Son pocos porque pocos son los que quieren perderse el extásis de las nueve (en esta edición diez) lunas, que invade la ciudad, y porque, así quisiesen, también es más que dificil.
Y es que, quien no está divirtiendose hasta altas horas de la noche, está trabajando hasta altas horas de la noche.
Cualquier parque es una improvisada playa de estacionamiento y cualquier casona una peña, donde todos trabajan, donde todos celebran la argentinidad.
Antes de volverme a las salas teatrales, al brillo de la farándula, a los beats electrónicos de la noche carlospacense, doy una última mirada a Cosquín, donde está de moda el foclore, donde no hay brillo sino la luz de la luna y donde ser argentino da gusto.
Es un baño de argentinidad, un baño de latinoamericanismo, que se respira en medio de tanta globalización, y está bueno.